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viernes, 26 de julio de 2013

Capítulo 10.

     Cuando Vicky llegó a casa, Óscar la recibió con los escandalosos y agudos ladridos de alegría. Sin perder tiempo, se quitó la ropa de calle y se puso un viejo chándal gris, unas zapatillas y una bata de estar por casa de color granate. Luego, se dirigió a la cocina y cogió el cuenco del agua de Óscar, que estaba casi vacío, lo limpió bien bajo el chorro del grifo, lo llenó de agua fresca y lo volvió a dejar en su sitio donde ya lo esperaba el perro, qué en seguida se puso a beber como si llevase una década sin probar el líquido elemento. Comprobó que tenía suficiente comida y entonces se apartó para que el animal bebiese a sus anchas.


   Después de dejar al perro bien pertrechado de comida y agua, se fue a la salita donde tenía la televisión, el ordenador, y el equipo de música, así como una gran estantería repleta de libros de todos los temas posibles. Echó una ojeada y se dio cuenta de que, en realidad, no le apetecía leer, así que se apartó del mueble y fue a poner la televisión. Curiosamente estaban emitiendo en ese momento una película de misterio, otra de sus grandes pasiones, y enseguida se dio cuenta de que se trataba de la adaptación de mil novecientos setenta y ocho de una de las novelas más conocidas de una de sus escritoras favoritas, Agatha Christie, concretamente, “Muerte en El Nilo”, que para Vicky era una de las mejores obras de la autora británica, y, para colmo, la historia se desarrollaba en Egipto, concretamente, en un crucero por el majestuoso río Nilo. Rápidamente se metió en la cocina y al cabo de unos minutos salió con un enorme cuenco de palomitas de maíz, y un gran vaso de coca cola sin cafeína. Se sentó en el sofá con Óscar acurrucada a su lado y se dispuso a disfrutar de una buena película y un buen aperitivo.


   Cuando la film terminó, eran casi las siete de la tarde, así que decidió ponerse a escuchar música y eligió un CD de arias famosas. Como era su costumbre, se echó cómodamente en el tresillo y se dedicó a disfrutar de la música mientras acariciaba el lomo a Óscar, que se le había subido al pecho y estaba roncando plácidamente. Al cabo de unos minutos estaba tan dormida como su mascota.


   Cuando despertó eran casi las once, y como no tenía hambre se fue a la cama.


   En casa de Alejandro, Myrna se retiró a dormir a eso de las diez y media, pero él le dijo que no tenía demasiado sueño y se quedó levantado hasta casi medianoche, repasando un artículo que estaba escribiendo, pero como no conseguía adelantar nada, cerró el ordenador.


   Después de darse una larga ducha de agua caliente, Alejandro se metió en la cama, y se dio cuenta que se sentía extrañamente agotado. Al cabo de media hora mirando al techo y esperando caer en los brazos de Morfeo, se rindió a la evidencia y se tomó un somnífero para poder conciliar el sueño, como hacía desde que ocurrió el accidente. Estaba de espaldas como era su rutina desde que se habituó a ello, tras tener que llevar durante meses un corsé que le dificultaba aun más la poca movilidad que le había dejado la lesión. Después de un par de horas consiguió quedarse dormido por fin.


   Alejandro miró por el espejo retrovisor del mono volumen verde oscuro y decidió adelantar al camión que le precedía, se aseguró que no venía ningún vehículo en dirección contraria, pisó el acelerador, y el coche respondió inmediatamente. Se aproximaban a una curva y decidió volver a colocarse detrás del lento camión que iba delante de él transportando grandes vigas de acero.


- Papi, Álvaro no me deja.-se quejó la pequeña de cabellos dorados como los de su madre, de diez años que estaba sentada en el asiento de detrás de él, con su hermano mayor, por el contrario era moreno como su abuela paterna, aunque tenía la misma cara de su padre. Alejandro, miró por el retrovisor a los dos niños que peleaban por una consola.


- Niños, quietos de una vez, que os haréis daño.-les regañó. Estos, que a pesar de sus carácter revoltosos eran obedientes, pararon de pelear.


- Papi, Álvaro no me deja la Play.-se quejó la pequeña Carlota, una preciosa niña de cara de ángel.


- Estoy jugando una partida, papá. Me falta muy poco para hacer un nuevo record, y si lo dejo ahora, lo perderé-se quejó el guapo niño, que parecía una réplica en miniatura de su padre, aunque su cabello era más oscuro que los de Alejandro a su edad.


   Alejandro miró a los niños a través del retrovisor un instante para luego volver a concentrarse en la conducción de su recién pagado Citroën Xsantia color blanco que habían adquirido un año atrás y del que él había elegido la marca y el modelo, Elisa fue la que decidió el color, que era su favorito.


- A ver, hijo, tú eres mayor y tienes que ceder un poco.-le pidió Alejandro serenamente, mientras no apartaba la vista de la carretera.


-¡Claro, yo siempre cedo y el capricho para la niña!-exclamó Álvaro muy molesto, dando un respingo en el asiento de detrás de su padre.


- ¡Álvaro, no seas respondón!-le riñó Elisa.


- Pero, mamá…


- Bueno, Álvaro. Si no le pasas el dichoso juego ese a Carlota por las buenas, se lo darás por las malas. Tú decides, hijo mío.-le amenazó Alejandro con voz calmada.


- Pero, papa…
-¡Ni peros ni peras. Obedece de una vez, Álvaro!


  Alejandro, dio un golpe en el volante, cosa que en él no era costumbre, pero ese día el niño se había mostrado muy rebelde en un par de ocasiones y no quería cederle más terreno del necesario.


- Ya vale, Álvaro Jaureguibeitia Gómez. O se lo das a tu hermana o te quedas sin jugar al fútbol durante las próximas dos semanas.-le amenazó la atractiva Elisa.


-¡Eso no es justo!-exclamó el niño entregándole, con desgana, la consola a su hermana.-Tómala, pero sólo una partida, luego me la devuelves ¿estamos?


   Alejandro sonrió para sus adentros al advertir que su hijo había hecho suya una de sus expresiones más características.


-¡Siiii!-Gritó la pequeña Carlota sonriendo triunfante.


- Hijo, ya te darás cuenta cuando crezcas que la vida no es nada justa.-sentenció Alejandro y el tema quedó zanjado.- Elisa, pon un poco de música a ver si es cierto que amansa a las fieras.-le digo Alejandro a su bellísima esposa, de rubia y larga cabellera muy lisa.- En cuanto a ti, señorita, más te vale que no seas tan chinche con tu hermano y no pienses que te vas a salir con la tuya siempre ¿queda claro, Carlota?


  La niña asintió cabizbaja.


- Sí, papi.-dijo tímidamente y no volvió a burlarse de su hermano.


- Elisa, ¿seguro que ésta niña es hija mía?.-susurró sonriendo.


-¡Si es igual de chinche que tú a su edad, según decía tu madre!.-Exclamó Elisa.


-¡Ya lo creo!.-exclamó incrédulo él.


- Puedes creerlo, cariño.-susurró ella mientras le miraba de soslayo, notando cierto gesto de duda en él.
   La mujer, de grandes ojos verdes, se echó a reír. Llevaban felizmente casados trece años, cuando tenían veinticinco años él y ella veintitrés. Pero, a pesar de la juventud de ambos, el matrimonio había sido un rotundo éxito. Y la llegada de los niños con dos años de diferencia entre ellos, había colmado las aspiraciones de la joven pareja.


- ¿Qué pongo, chicos?-preguntó Elisa a su familia.


- Pon la radio, mamá, que están dando el fútbol.-dijo el niño.


- Jopé, que rollo.-protestó la pequeña Carlota apretando contra su pecho a “Chechu” su osito peluche favorito, y sin soltar la consola de su hermano mayor.


  Alejandro miró por el retrovisor a la niña.


- Hija, ¿ya no te acuerdas de lo que te he dicho antes?-la niña asintió mirando a su padre a través del espejo retrovisor-Bien, ahora deja que elija Álvaro.-le dijo a la preciosa niña de larga cabellera rubia.- No abuses de tu suerte, que con lo de la consola te has salido con la tuya.


- Eso es.-afirmó Elisa girándose en su asiento.-Ahora le toca a tu hermano, cariño.


   Elisa puso una emisora de deporte y el tema quedó más o menos zanjado. Durante un buen rato los niños permanecieron en silencio. Alejandro miró a su joven esposa. Una bellísima mujer de lisos y dorados cabellos.


- Creo que se han quedao fritos, cariño.-dijo.


   Elisa se volvió y efectivamente ambos niños dormían abrazados el uno a la otra, mientras que la consola estaba abandonada al lado de la niña.


- Se llevan pero que Tom y Jerry, pero, en el fondo, se adoran.-dijo Elisa mientras se colocaba la diadema de tela que le sujetaba su fino y sedoso cabello.


   Los dos rieron.


   A los pocos minutos empezó a anochecer y Elisa se recostó también en su asiento para descansar, pues habían madrugado mucho esa mañana para aprovechar al máximo el día en la playa.


   Alejandro, valiéndose de que todos dormían agotados por un día en la playa disfrutando de toda una variedad de juegos, fútbol, voleibol, etc., decidió poner algo de música. En un momento dado, sintió el deseo de disfrutar de un cigarrillo y, después de cerciorarse de que no lo llevaba en el bolsillo de su polo blanco, comenzó a buscarlo en la guantera, en la que solía haber todo tipo de cosas de los chicos, formando un cuadro de lo más variado. Después de encontrar cosas tan dispares como un cromo de fútbol del, por entonces jovencísimo Iker Casillas, el ídolo de su hijo. Tras apartar una pequeña cucharilla de plástico de un juego de café color rosa de su hija, así como unas llaves de su propio parking que hacía semanas que, al parecer, había sido engullida por un agujero negro, al fin, dio con el tabaco, pero ahora tenía que dar con el mechero, que, como era lógico y normal, según su experiencia, nunca estaba junto al paquete de cigarrillos. Cuando quiso darse cuenta, el coche había invadido el carril contrario de la tortuosa carretera de la costa. Alejandro se enderezó al escuchar el claxon de un todoterreno que venía en dirección a ellos, justo a tiempo de evitar la colisión, pero a pesar de la rapidez de la maniobra, y de dar un brusco volantazo, no pudo impedir que el coche, al pasar inoportunamente por una pronunciada curva, se estrellara contra el quitamiedos de la carretera y se despeñara precipicio abajo. Elisa, al sentir el fuerte traqueteo se despertó de pronto.


- ¡Alejandro, cuidado!-gritó, pero solo pudo decir eso, ya que el coche comenzó a dar vueltas de campana, mientras se despeñaba por el pronunciado terraplén, que separaba la carretera de la blanca arena de la playa.


    El pequeño Álvaro despertó al oír el ruido y comenzó a gritar asustado y se abrazó a su pequeña hermana con la intención de protegerla del inminente impacto contra una gran masa de rocas que había al final del precipicio y que hacía de separación entre éste y el mar. De repente todo el ruido cesó bruscamente.


   Alejandro gritó.


-¡Hijos!


   Abrió los ojos y tardó unos instantes en darse cuenta que estaba en su cama y que todo había sido la pesadilla de siempre que había regresado. A tientas encendió la luz de la lamparita y se puso a llorar casi a gritos como hacía tiempo que no lo hacía. Creía que todo aquello había desaparecido de su mente para siempre, pero no fue así. Estaba empapado en sudor, y temblaba como una hoja. Cogió la botella que siempre tenía junto a su mesita de noche y bebió un largo trago de agua. Se apartó el pelo de la frente y se volvió a recostar en la cama, abrazado al borde de la almohada. Se puso de espaldas, ayudado por el cabezal de madera de la misma, que había sido reforzado por detrás por su amigo Karlos, con una especie de placa de acero atornillada a la madera por cuatro gruesos tornillos, sentó en la cama y encendió un cigarrillo. Aunque intentó volver a dormirse, se pasó gran parte de la noche llorando y maldiciendo su “suerte” de haber sobrevivido al brutal accidente.


  Myrna que dormía en la habitación de al lado, que era más pequeña, despertó al sentirle llorar, pero pensó que era mejor dejarle, como las decenas de veces anteriores que ella lo había escuchado y había decidido aguantarse las ganas de ir con él para consolarle, que se desahogase a solas, así que a pesar de que su corazón le decía que se levantase y fuese a consolarle, su sentido común le hacía reconocer que era mejor dejarle a solas con su pena.


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